lunes, 10 de noviembre de 2008

Evolución del asociacionismo en España.

EVOLUCIÓN DEL ASOCIACIONISMO EN ESPAÑA
Mediados del siglo XIX
A mediados del siglo pasado, la acción surge desde la base, desde los propios grupos necesitados. Son los grupos obreros los que comienzan a realizar una labor social importante en los barrios marginados, que dinamizan las capas populares y el tejido asociativo. Corrientes como el anarquismo o socialismo fueron el eje en el que se aglutino la todavía débil actividad asociativa, en torno a elementos ideológicos que propugnaban la emancipación social. El asociacionismo pasa a ser un elemento fundamental para la clase obrera y una de sus reivindicaciones más permanentes como expone Vinyes (Vinyes, 1996)[1]: “Es a todas luces revelador que, con motivo de la huelga general de 1855 en Cataluña - la primera que tenía lugar en aquella industrializada zona de la península - un enorme trapo rojo, a manera de pancarta encabezase las grandes manifestaciones desarrolladas en diversas ciudades: Barcelona, Sabadell, Reus, Igualada, Vic o Manresa. Revelador no por el color del estandarte improvisado sino por la inscripción que en él podía leerse y que llenó de espanto a las respectivas administraciones locales: <>”. Este desarrollo del asociacionismo obrero llega a su máximo apogeo con la II República.
Inicios del siglo XX
El Estado de Bienestar, que se extiende por las democracias europeas después de la Segunda Guerra Mundial, en España no llega a producirse hasta finales de los años setenta. Así, durante cuatro décadas posteriores a la Guerra Civil se produce una total paralización de las formas de participación “no oficiales”, ya que el Estado, en parte, se pretendía autolegitimar precisamente mediante la asunción total de la responsabilidad en materia de “acción social”, todo debía ser solucionado por él “Estado providencia”. Se produce una consolidación de la reforma social bajo el protagonismo de un régimen autoritario, acompañada al mismo tiempo de una secularización de la sociedad que contempla el retroceso de la beneficencia religiosa sin una sustitución por parte de una sociedad civil desarticulada y sin cauces políticos y culturales para su desarrollo (Rodríguez Cabrero, 1991)[2].

La Transición
Hacia los años 60, comienzan a surgir algunos tímidos intentos de participación social y en el año 1964 la Ley de Asociaciones, da ciertas posibilidades, aunque muy limitadas a la constitución de asociaciones. Esto permite la actuación de algunos grupos en torno a la iglesia católica, como Cáritas, Cruz Roja Española y asociaciones de servicios y de promoción como las de discapacitados.
En los años 70, en un contexto social de fuerte movilización sociopolitica se registro un gran auge de los movimientos ciudadanos, que de luchas meramente defensivas fueron pasando a incorporar reivindicaciones referidas a la calidad de vida (Colectivo IOE 1989)[3]. Se va pasando de la reivindicación a la acción, al intento de transformar estructuras que generan marginación y a una participación más activa para elevar la calidad de vida de los ciudadanos. Estos años suponen un protagonismo importante de la participación ciudadana, participación que negada en años anteriores, pasa a ser uno de los protagonistas. Se participaba en la fabrica, en la escuela, en la universidad, en los barrios… Apareciendo, como un elemento de transformación social que presiona al Estado para que los cambios políticos se produzcan a mayor velocidad.
Años 80
A partir de 1977, se produce una crisis general en los movimientos sociales, ya que se vacían de contenido, al canalizarse las reivindicaciones sociales a través de los partidos políticos y, se comienza a producir un trasvase de dirigentes hacia las instituciones de la Administración recién estrenadas en la democracia. Este abandono hace que las organizaciones pasen por un cierto periodo de desconcierto y de pérdida de objetivos, produciéndose una disminución de su capacidad de movilización y de critica frente a las nuevas corporaciones democráticas (Urritia, 1992)[4]. Se creía que “tomar” la Administración produciría una mayor influencia en los asuntos públicos, sin embargo, esta estrategia se muestra inadecuada ya que las asociaciones pierden miembros valiosos y, a menudo, este cambio “de bando” lleva consigo la ruptura con la asociación (López de Aguileta, 1990)[5].
Los ciudadanos comienzan a sentirse representados por las nuevas instituciones, especialmente a partir de la elección de los primeros ayuntamientos democráticos, las organizaciones progresivamente pierden el carácter de representación, comienzan a ocupar un segundo plano, paulatinamente van perdiendo miembros y se ven reducidas a meros “consultores” (Colectivo IOE, 1989)[6], en el mejor de los casos. Sin duda, en este proceso, puede no ser ajeno un cierto intento - consciente o no - del nuevo Estado democrático de ocupar espacios que hasta ese momento eran desempeñados por las asociaciones, como un intento de lograr una mayor legitimación y representación de los intereses colectivos.
Sin duda la creación de un Estado de Bienestar, que ya existía en el resto de los países occidentales, hace que muchas de las aspiraciones y actividades que venia realizando la iniciativa social se vean reflejadas en ese Estado. La iniciativa social inicia así un retroceso y una progresiva desarticulación, ya que asumen, no sin una cierta ingenuidad, que los poderes públicos no sólo deben garantizar la satisfacción de la demanda social, sino que deben asumir la gestión directa de la protección y los servicios sociales para todos los ciudadanos (Casado, 1994)[7].
En resumen, algunas causas de esta crisis, que duraría prácticamente durante toda la década de los 80, podrían ser (Alberích, 1993)[8]:
· Abandono de las asociaciones. Parte de los cuadros se van de las asociaciones para trabajar en la Administración.
· En general, sectarismo político: trabajar sólo por intereses políticos inmediatos. Politización que se convierte en partidismo.
· Falta de reconocimiento público y de interés hacia el asociacionismo.
· Temor a ser controlados.
· Falta de nuevos horizontes globales.
· Desconfianza radical hacia todo poder publico.
· Creer que la democracia lo resolvería todo.
· Debilidades:
Escasez numérica de los afiliados.
Falta de recursos materiales.
Falta de recursos humanos adecuados.
· Falta de adecuación de formas y contenidos a las nuevas circunstancias políticas.
· Organización y funcionamiento interno no participativo.
· Falta de reconocimiento social del trabajo voluntario.
· Diferencia de la mentalidad española con la de otros países (el trabajo social lo debe hacer la Administración).
Relanzamiento de la iniciativa social
Con la iniciativa social adormecida a mediados de los años 80 se produce un intento de relanzar el asociacionismo que, con los movimientos vecinales y los grupos tradicionalmente más activos en crisis, se centra en el desarrollo de las organizaciones más clásicas y menos problemáticas y reivindicativas - ya que podían ser más dóciles - centradas en el trabajo social. Se produce así en este desierto asociativo un incremento del llamado voluntariado social, en detrimento de otros movimientos sociales más comprometidos. Es a través de estas asociaciones - salvo excepciones con poca implantación social - como se intenta fortalecer el tejido asociativo y llevar a cabo acciones basadas en la solidaridad. La sociedad civil se organiza, así en gran medida, a partir del protagonismo de grandes organizaciones de poder que, jerarquizan y condicionan la expansión de los movimientos sociales y de pequeñas redes de intervención (Rodríguez Cabrero, 1991)[9].
Esto produce una visión reduccionista de la participación social durante la década de los 80, centrada en el voluntariado de este tipo de organizaciones, dejando fuera movimientos vecinales, grupos de autoayuda, sindicatos, movimiento ecológico, movimientos de solidaridad, etc. Se provoca así un proceso de “institucionalización relativamente dependiente del Estado. Las entidades se abren camino entre una perdida real de participación colectiva (debilitamiento de la base social asociativa), las presiones competitivas del mercado, sobre todo en términos ideológicos y las exigencias formales y organizativas por parte del Estado en el proceso de descentralización del bienestar” (Rodríguez y Ortí, 1996)[10].
Esta visión, casi cabria decir corporativa, fue una reacción para intentar defender determinadas formas de participación social frente a otras más molestas y reivindicativas. Se llegó al olvido de importantes grupos que parecían no existir por no encajar en un determinado patrón preestablecido, por ejemplo, en la Plataforma para la Promoción del Voluntariado en España (que pretende representar al voluntariado social de este país) durante esa época nos encontramos con el ejemplo más claro de esa visión reduccionista llevada a su máxima expresión, que hace que su desarrollo no sea acorde con la evolución que se producía en torno al voluntariado al que decía representar[11], se centra en los grupos más “clásicos” olvidándose de las nuevas asociaciones que con muchas dificultades comienzan a emerger y a luchar por su propio espacio.
Algunos datos
Los datos cuantitativos que disponemos parecen confirmar esta evolución; así hacia 1973 el nivel de participación en asociaciones era de un 37% (Gómez-Reino, Orizo y Vila, 1975)[12], de un 23,3% en 1980 (CIS, 1980)[13], un 31% en 1981 (Orizo, 1991)[14]; un 25,2% en 1987 (Eurobarometro,1991)[15], un 31% en 1989 (UE. 1991)[16], un 22% en 1990 (Villalain, Basterra y Del Valle, 1992)[17], pasando a comienzos de los noventa a un 33,1% (Alberich, 1994)[18] o un 40,4 en 1993 (Ruiz, 1994)[19]. Como vemos en los 90 se produce un rebrote del movimiento asociativo que llega a alcanzar las cotas de participación de los momentos más pujantes de la movilización social española de mediados de los 70. Es interesante resaltar, que este aumento de participación de la década de los 90 se produce principalmente por el ascenso del asociacionismo entre los jóvenes y básicamente por su afiliación a organizaciones deportivas, de carácter social, educativo y artístico (CECS, 1999)[20]. Acompañando a este aumento de participación se produce un aumento importante en el numero de asociaciones, según los datos recogidos por la Fundación Encuentro (Fundación Encuentro, 1996)[21] se pasa de 113.065 asociaciones registradas en 1990 a 206.363 en 1995.
Por tanto, el asociacionismo vuelve a resurgir en nuestro país, aunque algunos autores manifiesten su pesimismo al pensar que es un asociacionismo poco activo (Juarez y Renes, 1994)[22] “:...la tendencia al asociacionismo y la movilización generalista de carácter activo es cada vez más baja en España...”. Sin embargo, quizás los que plantean que caminamos hacia una sociedad individualista y de progresiva desmovilización deban comenzar a replantearse sus argumentos. Es cierto, que determinada forma de asociacionismo, digamos tradicional, parece entrar en crisis, pero aparecen y se desarrollan otros que reemplazan a aquellos, en realidad, siendo estrictos, de lo que deberíamos hablar, es como plantean algunos autores, de la crisis del asociacionismo clásico (Prieto, 1994)[23] y de la aparición con fuerza y vigor de una nueva forma de asociacionismo que posiblemente vendrá a sustituir a las formas más tradicionales.

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